En los albores de los primeros días del mundo, cuando todo era nuevo y estaba lleno de vida, surgió un elemento diferente al del resto de la naturaleza. No tenía cuerpo, ni ojos, ni patas con las que moverse, ni tan siquiera una boca y unas manos con las que alimentarse. Vagaba sin rumbo en busca de algo que ningún animal comprendía.
Hasta que apareció un ser distinto que, tal vez, podría ayudar a este elemento sin hogar ni compañía. El nuevo ser era el hombre, que aunque todavía no tenía nada que ofrecer al elemento, este le eligió como su nuevo portador. Y así, el hombre y el elemento se fundieron en uno solo. Sin embargo, en cuanto el proceso terminó, el hombre se sintió extrañamente hambriento, aunque no de comida.
Algo en él cambió, pero no sabía con exactitud el qué. Los días se sucedieron uno tras otro y el hombre cazaba para alimentarse y continuar viviendo. Con todo, el elemento de su interior no conseguía saciarse.
Un tiempo después de que ambos se unieran, el hombre halló un pequeño poblado. Allí vivían varias familias que apenas podían subsistir, pues ninguno de sus componentes sabía cazar. De modo que el hombre se ofreció a llevarles abundante alimento. En cuanto regresó al poblado con algunas presas, las familias se lo agradecieron y, de pronto, el elemento en el interior del hombre dio un salto de alegría. ¡También le había alimentado a él!
Tras aquel descubrimiento, nuestro protagonista decidió quedarse allí. Quizás al fin encontrase las respuestas que buscaba. Se hizo amigo de todos los habitantes y ellos le correspondieron dándole la parte proporcional de la comida. Le ayudaron a construir su propia cabaña, donde podría guarecerse de la lluvia y el viento. Le enseñaron a cultivar, algo que el hombre jamás había hecho, pues siempre había sido nómada. Los niños se acercaban para contarle chistes y él les respondía jugando durante sus descansos.
Cuanto más amor recibía por parte de sus nuevos amigos, más tranquilo se sentía. Su elemento ya no le pedía saciarse, pues cada día recibía el sustento en forma de ayuda y enseñanzas.
Con el paso del tiempo, el hombre lo llamó alma, y esta se nutría de cada buena acción que el hombre realizaba para devolver todo lo que hacían por él, como ayudar en las tareas del poblado, enseñar a los demás a cazar o reparar las goteras en los tejados de paja de las cabañas. Nunca habló con nadie de lo que le ocurría, porque pensaba que los demás querrían echarle de su lado.
Una noche, el hombre salió a la puerta de su casa y se sentó en el suelo, con los ojos fijos en el cielo estrellado.
—No lo comprendo —susurró—. ¿Por qué me siento tan feliz cuando les tiendo la mano a los demás? ¿Por qué mi alma se alegra?
Sin darse cuenta, su voz había atraído la atención de una anciana, que no dudó en acercarse. El hombre, azorado, intentó refugiarse en su cabaña, pero ella le retuvo y, sonriendo, le dijo:
―No tienes de qué avergonzarte, amigo, pues todo el mundo aquí tiene su propia alma. Fue un regalo de Aquel que lo creó todo y debemos cuidar de ella. Tú has aprendido a cultivar tu espíritu, y has descubierto que la mejor forma de ayudarte a ti mismo es ayudando a los demás. Siéntete orgulloso de lo que has conseguido, porque solo unos pocos tienen el valor de hacerlo.
El hombre no respondió, tan solo sonrió, aliviado, porque tal y como había esperado, allí había encontrado las respuestas que buscaba.
Todos pertenecemos a un mismo mundo. Está en nosotros ser la sal de la vida, aquello que transforme la tristeza en felicidad, la soledad en compañía, el hambre en comida y el odio en amor. Nuestra alma y nuestro corazón encuentran su hogar en quienes dejan a un lado los juicios y trabajan por hacer de la Tierra un lugar mejor. Cada uno puede aportar su granito de arena, solo hay que quererlo y tener fe.
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